Carta a otros hombres con Síndrome de Tourette
Quítate la máscara: Sé un hombre
Que vivimos en una cultura patriarcal es evidente, como también es obvio que nuestra sociedad es profundamente machista desde más allá de donde nuestros recuerdos pueden alcanzar. El mero hecho de que seas un hombre y no estés de acuerdo con lo que acabas de leer, es buena muestra de ello.
Pero el sexismo no se limita a violaciones, asesinatos o quedarse sentado viendo el fútbol mientras ella friega (que también), sino que afecta gravemente a nuestra salud.
No es ninguna hipótesis: Es ampliamente sabido que los hombres, por lo general, somos más descuidados con nuestra salud —tanto física como mental— que las mujeres. No damos tanta importancia a las señales de nuestro cuerpo, vamos menos al médico, somos más reacios a seguir un tratamiento… Por más que nos resistamos a la idea, nos cuesta horrores reconocer que somos frágiles y que deberíamos pedir ayuda.
A pesar de todo, cuando experimentamos ciertos síntomas que no sabemos identificar, vamos a una consulta porque sentimos o nos dicen que “esto ya no es normal” y nos confirman que tenemos alguna patología en el cerebro, ya sea Síndrome de Tourette, Trastorno por Déficit de Atención e Hiperactividad (TDAH) o Trastorno del Espectro Autista (TEA), por poner ejemplos relativamente frecuentes, no es ya que seamos capaces de encajarlo; es que, de hecho y aunque resulte sorprendente, encajarlo bien es lo más frecuente. Para la mayoría de las personas que reciben estos diagnósticos, se trata de una liberación, porque de pronto muchas piezas de su pasado y su presente encajan, se conocen mejor a sí mismas y saben mejor a qué atenerse. He observado que a los hombres se les hace más cuesta arriba, pero sí, acabamos por pasar de la sorpresa de “oficialmente no estar bien de la cabeza”, la resignación y la baja autoestima a una mayor aceptación de nuestras circunstancias.
Pero resulta que nuestra vida no se desarrolla en solitario ni delante de un espejo. Día a día interactuamos con muchas personas a distintos niveles: salimos a trabajar o a buscar empleo, charlamos con padres y madres a la salida del colegio. Interactuamos con la cajera del supermercado, el presidente de la comunidad, el fontanero que nos viene a solucionar esa gotera, etc. En resumen, estamos expuestos a otras personas y por eso, al menos hasta cierto punto, cuidamos la imagen que ofrecemos, por tantos motivos como personas hay: mantener cierto prestigio, querer resultar más atractivos, por timidez, por mera costumbre social…
Es por esto que muchas de las personas que de pronto descubren que deben pasar el resto de sus vidas con un brazo menos, sentadas en una silla de ruedas o dependiendo de un bastón y un perro, se avergüenzan por ello. Saben que no es culpa suya, pero por alguna razón es natural sentir cierta incomodidad sabiendo que son observados. Y, sin embargo, son respetados. Cualquiera de nosotros puede tener una consideración mínima para con las necesidades de una persona con discapacidad.
Pero… ¿qué pasa cuando nuestros sentidos funcionan bien y donde se encuentran nuestras limitaciones es en el sistema neurológico ? Aparece uno de los peores síntomas: El estigma. La falta de conocimientos por parte de la comunidad científica del pasado derivó en un montón de prejuicios e hizo que todavía en la actualidad nuestra sociedad sea muy ignorante en cuanto a ciertos asuntos. Si hasta hace poco las personas zurdas todavía arrastraban el sambenito de ser poco menos que impuros o diabólicos, ¿qué podríamos decir de quienes no consiguen gestionar con normalidad sus funciones ejecutivas o los movimientos de su propio cuerpo? Entendiendo por “normalidad” lo que cada cual prefiera.
Por tanto, el estigma social, tan injusto como es, sigue muy presente y no hace más que multiplicar esa vergüenza personal que muchas veces sentimos. Ahí es cuando aparecen mil y una formas de enmascarar. Disimular. Pretender que no se nos note. ¿Que levantamos el brazo sin motivo alguno? Ponemos cara de “uf, ay que ver cómo me molesta el hombro” y de paso nos rascamos la cabeza cuando no nos picaba nada. ¿Estereotipias con las manos? Hacemos como que nos estamos rascando, nos miramos las uñas, nos colocamos el reloj… Y si hacemos muecas extrañas, bueno, siempre nos podemos acostumbrar a rascarnos un ojo o sentarnos al fondo del autobús. Y ya puestos, podemos cambiarnos de acera, decidir no quedar esta tarde con nuestros amigos o directamente, contemplar la posibilidad de no estar en este mundo.
Estarás pensando que son comportamientos muy radicales, pero no lo son. Mucha gente pasa por esas situaciones todos los días. No se puede decir que el Síndrome de Tourette haya matado nunca a alguien, pero es ese síntoma añadido, el estigma, hace que muchas personas con Tourette tengan problemas de depresión, autoestima, no aceptarse a sí mismos y demás.
No hay nada en nuestro sistema nervioso que dispare nuestras preocupaciones, ni los bajones, ni las vergüenzas. Eso depende de nuestra psique. Porque vamos a reconocerlo, bro: muchas veces lo pasamos mal. Así que, si no quieres pasarlo mal, sé un hombre. Sí, sal ahí y haz las cosas que todos los hombres deberíamos hacer: reconocer y aceptar que cada persona tiene un cuerpo, más gordo o más flaco, más normativo o menos; con arrugas aquí y allá, y lunares raros donde no te los imaginas. Hay mujeres que pasan olímpicamente de tu supuesto atractivo, igual que hay a quien le gusta esa comida que odias. La gente humilde puede ser pedante y hay millonarios que no buscaban serlo.
Si ser tan diferentes es justo lo que nos hace iguales, ¿por qué vamos a tener la necesidad de estar pretendiendo disimular que somos de esta manera o de aquella? Eso es lo que nos hace interesantes, bellos y dignos. Tus tics, como los míos, no nos convierten en hombres menos merecedores de respeto. Somos ante todos humanos. Y todos los humanos son maravillosos. Con tics o sin ellos.
C.